En 2013 decidimos mudarnos a San Pedro. Un
combo de razones pero las principales respondían a un grado de violencia y
falta de funcionamiento de San Miguel como ciudad. Fui uno de los 100 que participó
de la elaboración el Plan Estratégico en el año 2006 para la ciudad con la meta
en 2016. Mientras la mayoría de planificadores insistían con caminerías, paseos
y avenidas como lo que hoy se está haciendo en la costanera del Salí, un lustro
tarde, lo mío insistía en la integración del individuo, la capacitación y su inserción
como sujeto social y como poner a ejércitos de vendedores y limpiavidrios que
pululan semáforos para nuestro malestar pero que lo hacen como alternativa
superadora a salir a robar, a capacitarse en un oficio y hacer el seguimiento
para garantizar su aporte a la comunidad, a valorar su rol y palanquear el
autoestima. Totalmente realizable a mi modo de ver. Mientras que en cada
reunión destacaban y aplaudían mis aportes en el documento final brilló por su
ausencia completamente. El mismo equipo de consultores logró incorporar este
aspecto como pata fundamental en la transformación de Rosario, Santa Fe. Aquí
ni una palabra.
Volviendo al cambio: la mudanza significó un
esfuerzo titánico. Yo tengo oficio, creo que fue la mudanza número 30 en mis 57
años de vida que llevaba entonces. Y me banqué el esfuerzo porque la
visualizaba como mi última. Casa y fábrica. Llegué a 20 viajes en camioneta
cargada a lo largo de varios meses cuando dejé de contar. Por suerte mi mujer
se encontraba en Europa ese semestre y no tuvo que padecer esas travesías
nocturnas con la Ranger hasta el moño. Luego se sumaron 3 viajes más en camión
con grúa que me facilitó un amigo. Terminado el largo proceso quedaba entregar
el enorme local en Tucumán que había funcionado de fábrica y vivienda por casi
3 años. Un pibe con motocarro nuevo se dedicaba a sacar todo lo chatarreable:
hierro, aluminio y todo tipo de recortes y materiales que no trajimos a San
Pedro.
Lo último que quedaba eran toneladas de papeles
de la oficina. Facturas, remitos, recibos, intimaciones, folletería que se
acumularon por décadas. Estaba a una cuadra de Campo Norte. Se me ocurrió salir
a buscar alguien con un carro para que venga a sacar esto último cosa de pegar
luego una barrida liviana y entregar la llave. Luego de un par de vueltas y ya
casi resignado al fracaso encuentro a dos pibes al trote arriba de un carro. No
más de 12 o 13 años el mayor. Y si bien detesto el trabajo infantil se me
ocurrió que sacar papeles y darme una mano y retribuirles acorde los ayudaría
al menos para un par de días. Los paro, les explico la situación y me siguen de
inmediato. Entran por el amplio portón sin problemas y estacionan jardinera y
bicho de tal suerte de quedar a tiro de la pila de papeles.
Cumplo con la ceremonia de pedir presupuesto
una vez que miran la magnitud de la tarea. Me quejo un poco de la cifra para
que no piensen que se quedaron corto pero ya en mi mente había decidido
pagarles eso y un poco más. Es muy diferente para mí un servicio que necesito
una vez que algo que voy a requerir periódicamente. Nunca voy a ser millonario
pero soy feliz.
Mientras empiezan de inmediato a cargar los
papeles, carpetas y demás elementos noto que el mayor era el predispuesto a la
conversación. El hermanito menor se dirigía de vez en cuando solo a su hermano
y casi en secreto. Con el intercambio animado me sumo a la tarea para ganar
tiempo. Luego de varios minutos y con el carro semi lleno noto entre las
carpetas aún en el suelo una con dibujos de mi hijo. La separo y la miro.
Borradores, ejercicios, todos sensacionales como es su costumbre. La dejo a un
lado para llevármela. Los chicos siguen cargando pero entre los papeles sueltos
quedaron un par de dibujos más. El mayor los alza entre un montón más y ya
presto a tirarlos en el carro alcanza a notar uno. Se queda paralizado. Mientras
que con una mano frente a su cara estudia con cuidado el dibujo de la otra
lentamente van cayendo las hojas que estaba por arrojar. Luego de un rato nada
despreciable levanta la vista y me pregunta mientras señala el dibujo con la
mano ahora desocupada: “¿quién dibujó esto?”
“Mi hijo” le respondo. Luego de otro rato
mirando me pregunta con toda precaución: “¿Me lo puedo quedar?”.
“Claro” le respondo.
Y antes de seguir con su tarea se pone a
revolver lo que había en el suelo y encuentra dos hojas más. Las junta a las 3
con cuidado y las deja a un lado.
Un mar de emociones, de ideas, sensaciones y
frustraciones pasan por mi cabeza. Y ese peso sobre los hombros que siento
desde la infancia, como si tuviera que cargar toda la injusticia del mundo
sobre mi espalda. Qué lo parió.
Ese pibe, sensible, perceptivo y capaz de
reaccionar frente al arte es la cara que yo veo cuando hablan de AUH, cuando
mencionan una netbook del gobierno, cuando se menciona la copa de leche. Ese
pibe que probablemente el día de mañana salte una tapia para robar una
bicicleta o le arranque la cartera a una chica y salga corriendo tiene o
debería tener otra oportunidad. Otra vida es posible. Cualquier intento es
válido y tendrá mi apoyo. ¿Qué alternativa le estamos dando como sociedad, como
comunidad organizada a un par de pibes que a esa edad deben andar acarreando
basura ajena para intentar sobrevivir? Nos molestan cuando molestan. ¿Pero que
dice eso de nosotros mismos, como comunidad? ¿Quién sin ponerse colorado puede
endilgar la más mínima culpa en el otro si estamos dando la espalda a estas
situaciones de carne y hueso? Un par, un semejante, un ciudadano, un hermano
que convive en nuestra misma comunidad.
Yo me desgasto hablando de política no por
peleador, no por meras ganas. Lo hago porque no solo me apasiona, me indigna el
mundo en que vivimos y el nivel de individualismo y egoísmo que impera como
media. Me indignan los que admiran a Ayn Rand, empezando por nuestro presidente
que menciona uno de sus libros como integrante del par que leyó. La alabanza
del egoísmo. Mi mente la mueve el corazón. Y sí, soy de izquierda, soy
romántico. También tengo sangre y pasión para denunciar a diario esto que nos
pasa. Por eso toco blues, por eso me enojo. Y por eso soy feliz sabiendo que al
menos algo hago para intentar cambiar el lugar que me rodea, pensando que al
cambiar mi aldea puedo cambiar el mundo.
Cuando ya los pibes terminaron su tarea el
mayor agarra las hojas separadas y con el cuidado que puede las enrolla y las
mete dentro de su remera y se sube a su carro. Le pregunto por último “¿te
gustan los dibujos?” Me contesta con un simple “Sí” pero no es solo la palabra,
era la intensidad con que la dijo y la luminosidad de sus ojos. Y alzo la
carpeta con el resto de los dibujos y le entrego. “Tomá, cuidalos”. Se le abren
los ojos y no puede reprimir una sonrisa de asombro, sin saber que contestar.
Son dibujos de mi hijo, pero a mi hijo lo
tengo. Yo puedo darme ese lujo. Este pibe no sé si tuvo un lujo alguna vez. No
sé cuántas oportunidades como las que yo tuve cruzarán su camino. Ni una temo.
¿Cómo no sentir empatía? ¿Cómo no indignarse con la indiferencia, o peor, con
el enojo del opulento que patalea porque debe pagar un punto más de impuestos
sobre sus ingentes fortunas muchas veces amasadas a costa de estos hermanitos
que deben revolver entre la basura para poder acceder a un picolé una vez a la
semana?
Los miré alejarse hacia el Campo Norte, el
caballo viejo y cansado, los hermanitos abrazados sobre el asiento y la carpeta
azul prolijamente acomodada entre las tablas.
Amigos, no pretendo que cambien, no pretendo
que compartan. Solo quiero que intenten comprender de donde sale mi vehemencia
al expresar mis ideas. Son vivencias las que me formaron, no solo libros o
ciertos intelectuales. Mi mente solo se acomodó a mi corazón.
Un muy feliz finde y que el 2018 les devuelva
tanto como lo que ustedes deseen para el prójimo. Fuerte abrazo.
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