Mi hijo ya cumplió sus 30 años. Ese es el tiempo que dejé transcurrir para contar esta anécdota. No me gusta mandar gente al frente, pero el tiempo, las diferentes latitudes y el hecho de ya no estar vinculado con los protagonistas me lo permiten. De todas maneras los mencionaré con nombres ficticios.
Corría mayo de 1984. Yo trabajaba en el Ingenio Bella Vista. En mi cargo tenía dos colegas. Para bajar costos entre los 3 hacíamos un pool con nuestros vehículos. Uno por semana se encargaba de llevar a los 3. Un buen día, al poco de ingresar a trabajar, a uno de mis colegas lo llaman de Tucumán, al ingenio (no existían celulares) para avisarle que a su mujer la habían internado para tener familia. Ese día habíamos ido al ingenio en mi camioneta. Mi compañero me avisa de la novedad y me dice que se va a ir de inmediato al sanatorio. Mi reacción natural fue decirle “vamos, te llevo”. No era fácil llegar de Bella Vista a Tucumán de urgencia. Hay un colectivo que pasa cada hora, hora y media. Y estábamos en mi vehículo. Acepta. Me dirijo a mi jefe Vicente López y Planes y le comunico: “Jefe, me voy a llevarlo a Lisandro de la Torre, a su mujer ya la internaron.” Mi jefe me miró atónito. Me conocía perfectamente bien. Sabía que no le estaba pidiendo permiso. Simplemente cumplía en avisarle. Me dice ”Bueno, Corvalán, yo le avisaré a don Osama”. Osama Bin Laden era el Jefe de Planta, un personaje nefasto al que todos temían y con el que yo ya había chocado en varias ocasiones. Le digo: “no le diga nada, en una hora y media estoy de vuelta, ni cuenta se va a fijar”.
Llevo a Lisandro hasta su casa a buscar no sé que cosa y de ahí al Sanatorio. Bajo con él para asegurarme que no necesita nada más y regreso al ingenio.
Como diría el Negro Álvarez: “Quiso el destino” que apenas unos meses más tarde, en diciembre, es a mí al que le sucede el episodio. A poco de ingresar me llaman por teléfono para avisarme que Patricio venía en camino. Y ese día fue mi amigo el que me llevó en su auto al trabajo. Le comenté lo sucedido. Con una enorme sonrisa y un fuerte apretón de manos Lisandro me dice “mucha suerte amigo, y que todo salga bien!!”
A media mañana ya los chicos estaban en la escuela, al igual que los maestros. Los trabajadores llegaron todos a sus puestos. Los colectivos pasan vacíos y muy raleadamente. Yo estaba solo, en la parada frente al ingenio esperando alguna unidad con destino a la capital. Y pensaba en lo que acababa de ocurrir. Y me explicaba a mi mismo las razones: yo soy temerario, no me importa arriesgar mi trabajo, no todos son así, no se animó a pedir permiso, no es problema de él. Años más tarde comprendí que ese era el instante en que estaba expuesto al virus liberal. Era el momento de decir: que se joda el prójimo, los amigos, todos. Yo cuido lo mío. Que los impuestos sirvan para pagar policías y gendarmes para que cuiden mi miserable parcela de egoísmo y bienestar y que los demás se caguen, se esfuercen, logren lo suyo.
En realidad lo que ocurrió fue muy distinto. Pensé en ese momento lo diferentes que éramos. Y reconozco que me sentí medio un boludo. Pero decidí que yo era así, y me gustaba no ser como mi amigo. A pesar del episodio, no quiero que la suerte de mi prójimo, de mi vecino, del desconocido de un poco más allá, me sea indiferente. Me gusta saber que mi bienestar o mi éxito se disfrutan viendo a mi entorno realizado, exitoso, feliz. Y por eso no soy liberal, individualista, rogando por libertades solo para que me dejen solo, con mis ingresos, mi fortuna solo para mí. No quiero eso como sistema. Quiero que una parte de lo mío vaya a un pozo común, a un administrador, y que sirva para educar, para curar, para la investigación, para sostener servicios necesarios aunque no siempre den ganancias. Y yo llevaré al vecino al sanatorio, aunque yo luego tenga que irme en taxi. No importa. Prefiero pasar por boludo. Y pasé, una y otra vez, hasta hace unos días. Y me seguirá ocurriendo. Es la idea, es el concepto, es la actitud. Me permite dormir tranquilo. Cuando escucho esas voces que defienden las parcelas, cada uno a lo suyo, criticar al estado por gastar, subsidiar, jubilar, ayudar al desocupado, incentivar, conectar, hacerse cargo del transporte, desarrollar tecnología y tantas cosas más, me da una profunda pena. No por defender personas o criticarlas. Por perderse la idea. Porque carecen de esa sensibilidad que permite sentir en carne propia el dolor ajeno, la injusticia, la marginación, la mala suerte de nacer a merced de un dios menor.
Yo me entiendo, y reniego de mí mismo. Podría ser un mejor profesional, o mejor músico. Traté de ser una buena persona, hasta donde pude. Pero hay algo muy profundo que rescato, algo que siento hasta físicamente y se manifiesta cuando agarro mi guitarra y simplemente paseo por notas al azar, sin destino definido. Siento sobre mis hombros el peso de la injusticia que el hombre ha creado, y tolera, y fomenta. Y no pienso cambiar.
Llevo a Lisandro hasta su casa a buscar no sé que cosa y de ahí al Sanatorio. Bajo con él para asegurarme que no necesita nada más y regreso al ingenio.
Como diría el Negro Álvarez: “Quiso el destino” que apenas unos meses más tarde, en diciembre, es a mí al que le sucede el episodio. A poco de ingresar me llaman por teléfono para avisarme que Patricio venía en camino. Y ese día fue mi amigo el que me llevó en su auto al trabajo. Le comenté lo sucedido. Con una enorme sonrisa y un fuerte apretón de manos Lisandro me dice “mucha suerte amigo, y que todo salga bien!!”
A media mañana ya los chicos estaban en la escuela, al igual que los maestros. Los trabajadores llegaron todos a sus puestos. Los colectivos pasan vacíos y muy raleadamente. Yo estaba solo, en la parada frente al ingenio esperando alguna unidad con destino a la capital. Y pensaba en lo que acababa de ocurrir. Y me explicaba a mi mismo las razones: yo soy temerario, no me importa arriesgar mi trabajo, no todos son así, no se animó a pedir permiso, no es problema de él. Años más tarde comprendí que ese era el instante en que estaba expuesto al virus liberal. Era el momento de decir: que se joda el prójimo, los amigos, todos. Yo cuido lo mío. Que los impuestos sirvan para pagar policías y gendarmes para que cuiden mi miserable parcela de egoísmo y bienestar y que los demás se caguen, se esfuercen, logren lo suyo.
En realidad lo que ocurrió fue muy distinto. Pensé en ese momento lo diferentes que éramos. Y reconozco que me sentí medio un boludo. Pero decidí que yo era así, y me gustaba no ser como mi amigo. A pesar del episodio, no quiero que la suerte de mi prójimo, de mi vecino, del desconocido de un poco más allá, me sea indiferente. Me gusta saber que mi bienestar o mi éxito se disfrutan viendo a mi entorno realizado, exitoso, feliz. Y por eso no soy liberal, individualista, rogando por libertades solo para que me dejen solo, con mis ingresos, mi fortuna solo para mí. No quiero eso como sistema. Quiero que una parte de lo mío vaya a un pozo común, a un administrador, y que sirva para educar, para curar, para la investigación, para sostener servicios necesarios aunque no siempre den ganancias. Y yo llevaré al vecino al sanatorio, aunque yo luego tenga que irme en taxi. No importa. Prefiero pasar por boludo. Y pasé, una y otra vez, hasta hace unos días. Y me seguirá ocurriendo. Es la idea, es el concepto, es la actitud. Me permite dormir tranquilo. Cuando escucho esas voces que defienden las parcelas, cada uno a lo suyo, criticar al estado por gastar, subsidiar, jubilar, ayudar al desocupado, incentivar, conectar, hacerse cargo del transporte, desarrollar tecnología y tantas cosas más, me da una profunda pena. No por defender personas o criticarlas. Por perderse la idea. Porque carecen de esa sensibilidad que permite sentir en carne propia el dolor ajeno, la injusticia, la marginación, la mala suerte de nacer a merced de un dios menor.
Yo me entiendo, y reniego de mí mismo. Podría ser un mejor profesional, o mejor músico. Traté de ser una buena persona, hasta donde pude. Pero hay algo muy profundo que rescato, algo que siento hasta físicamente y se manifiesta cuando agarro mi guitarra y simplemente paseo por notas al azar, sin destino definido. Siento sobre mis hombros el peso de la injusticia que el hombre ha creado, y tolera, y fomenta. Y no pienso cambiar.
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